Como hemos visto en los capítulos anteriores, la idea que el hombre tenía del Universo había evolucionado grandemente desde los griegos hasta Copernico, pero en el siglo XVIII aún permanecía viva la creencia en una bóveda solida que lo limitaba y que contenía incrustadas a las estrellas como puntos fijos y luminosos, bóveda que se encontraba más allá de los confines del sistema solar.
Pero pronto empezaron a aparecer argumentos que inducían a pensar que las distancias entre las estrellas y la Tierra no eran fijas, y que estas se encontraban distribuidas a lo largo y ancho de un espacio grande y el Universo no tenía limite concreto.